Hace ya más de veinticinco siglos,
Tales de Mileto afirmaba que la cosa más difícil del mundo es conocerse
a uno mismo. Y en el templo de Delfos podía leerse aquella famosa
inscripción socrática –gnosei seauton: conócete a ti mismo–, que
recuerda una idea parecida.
Conocerse bien a uno mismo representa
un primer e importante paso para lograr ser artífice de la propia vida, y quizá
por eso se ha planteado como un gran reto para el hombre a lo largo de los
siglos.
La observación de uno mismo permite
separarse un poco de nuestra subjetividad, para así vernos con un poco de
distancia, como hace el pintor de vez en cuando para observar cómo va quedando
su obra.
Observarse a sí mismo es como asomar la
cabeza un poco por encima de lo que nos está ocurriendo, y así tener una mejor
conciencia de cómo somos y qué nos pasa. Por ejemplo, es diferente estar
fuertemente enfadado, sin más, a estarlo pero dándose uno cuenta de que lo
está, es decir, teniendo una conciencia autorreflexiva que nos dice: «Ojo con
lo que haces, que estás muy enfadado».
Advertir cómo estamos emocionalmente es el primer paso
hacia el gobierno de
nuestros propios sentimientos.
Comprender bien lo que nos pasa
tiene un poderoso efecto sobre los sentimientos perturbadores que puedan
invadirnos, y nos brinda la oportunidad de poner esfuerzo por sobreponernos y
así no quedar abandonados a su merced.
—Pero hay muchas personas que son
conscientes de pasar por un estado emocional negativo, y sin embargo no logran
salir de él.
Las hay, sin duda. Son personas que
suelen sentirse desbordadas por sus propios sentimientos, y se dan cuenta de
que están pesimistas, malhumoradas, susceptibles o abatidas, pero se consideran
incapaces de salir de ese estado. Son conscientes de su situación, pero de un
modo vago, y precisamente su falta de perspectiva sobre esos sentimientos es lo
que les hace sentirse abrumadas y perdidas. Piensan que no pueden gobernar su
vida emocional y por eso no hacen casi nada eficaz por salir del agujero
en que se encuentran.
Hay otras personas que son algo más
conscientes de lo que les sucede, pero su problema es que tienden a aceptar
pasivamente esos sentimientos. Son proclives a estados de ánimo negativos, y se
limitan a aceptarlos resignadamente, con una actitud rendida, de dejarse llevar
por ellos, y no se esfuerzan por cambiarlos a pesar de lo molesto que les
resulta sobrellevarlos.
—¿Y piensas entonces que en realidad no
son tan conscientes de lo que les sucede?
Exacto. Las personas
que perciben con verdadera claridad sus sentimientos suelen alcanzar una vida
emocional más desarrollada. Son personas más autónomas, más seguras, más
positivas; y cuando caen en un estado de ánimo negativo no le dan vueltas
obsesivamente, ni lo aceptan de modo pasivo, sino que saben cómo afrontarlo y
gracias a eso no tardan en salir de él. Su ecuanimidad en el conocimiento
propio les ayuda mucho a abordar con acierto los problemas y gobernar con
eficacia su vida afectiva.
Observar el
comportamiento propio y ajeno
El conocimiento propio constituye un
punto clave para la formación y educación del carácter y de los sentimientos de
cualquier persona. Además, ese saber lo que realmente nos pasa y por
qué nos pasa está muy relacionado con nuestra capacidad de comprender bien
a los demás. En este sentido, es muy útil desarrollar la capacidad de
observación del comportamiento propio y ajeno: la literatura o el cine, por
ejemplo, pueden enseñar mucho también a conocerse a uno mismo y a los demás
cuando los autores son buenos conocedores del espíritu humano y saben reflejar
bien lo que sucede en el interior de las personas.
—Pero fomentar tanto interés por el
conocimiento propio, ¿no lleva al individualismo o la introversión?
Como es natural, no estamos hablando de
desarrollar un afán de malsana introspección psicológica, sino de procurar
conocerse para no vivir con uno mismo como con un desconocido.
Conocerse bien no
lleva a encerrarse en la propia subjetividad, sino
a verse a uno mismo
con
toda la objetividad posible.
Y eso ayuda, entre otras cosas, a
combatir la inestabilidad de ánimo que se produce cuando una persona se deja
arrastrar por su imaginación: unas veces divagando en ensoñaciones y fantasías,
otras tendiendo a sobrevalorar las propias posibilidades, y otras
quedándose a merced del pesimismo o la indecisión, subestimando sus capacidades
cuando las circunstancias son adversas.
La conciencia emocional es muy intensa
en unas personas, mientras que en otras es mucho más moderada. Hay personas,
por ejemplo, que ante una situación de peligro reaccionan con asombrosa
serenidad. Otras, en cambio, pueden quedarse muy afectadas durante varios días
simplemente porque se les ha extraviado un bolígrafo o porque su equipo
favorito ha perdido un partido en la liga de fútbol.
—Lo dices como si experimentar
sentimientos intensos fuera algo negativo.
No tiene por qué serlo. El exceso de
sensibilidad emocional puede llevarnos a auténticas tormentas afectivas
(positivas o negativas, de exaltación o de abatimiento), y eso tiene muchos
riesgos. Pero tampoco puede ponerse como ideal la frialdad y el desapego.
Para facilitar el propio conocimiento,
resulta útil analizar los múltiples elementos que interaccionan en nuestra
vida, pues es lógico que, a lo largo de los años, algunas de esas facetas
puedan pasar por momentos de conflicto más o menos importantes. Son situaciones
dolorosas que pueden tener su origen en cuestiones profesionales (dificultades
para obtener o mantener determinado nivel profesional, problemas de
entendimiento con los jefes o compañeros, fracasos debidos a los propios fallos
o a la superioridad de los competidores, situaciones de paro o de
insatisfacción laboral, etc.); o dificultades de salud, que limitan de modo
transitorio o permanente la propia capacidad, y que pueden ir acompañados de un
serio sufrimiento físico o psíquico; problemas afectivos que plantea la
convivencia ordinaria (diferencias de criterio entre los cónyuges, o entre
padres e hijos, etc.); o toda la problemática específica que puede plantear la
vida escolar, abrirse camino en la vida profesional, el declive de la salud o
la llegada de la ancianidad; etc.
Y de la misma forma que, por ejemplo,
una falta concreta de salud, por muy localizada que esté en un punto
determinado del cuerpo, acaba produciendo de ordinario una sensación
generalizada de malestar en toda la persona, también un problema grave en
cualquiera de las otras facetas de la vida –por ejemplo, en la vida
profesional, o en la familia– puede producir un efecto que trascienda esa
faceta y provoque otros problemas en cadena: trastornos de carácter,
retraimiento o agresividad en la relación con los demás, o incluso –cuando los
problemas son importantes– propensión a determinadas enfermedades.
Esto hace que, si falta la necesaria
madurez y conocimiento propio, algunos problemas de una faceta de la vida se
acaben achacando a otra que en realidad no tiene la culpa, o al menos tiene muy
poca. Así, una persona puede culpar a su cónyuge o a sus hijos o a sus
padres de la frustración que siente, cuando en realidad ese sentimiento se debe
sobre todo a una causa de tipo profesional, o a una simple inmadurez afectiva;
o puede considerar que su situación profesional es el motivo por el que se
siente insatisfecho, cuando en el fondo se debe a que no acepta la natural
pérdida de capacidad o de salud que sobreviene con motivo de la edad o de los
ciclos naturales de ánimo que la vida imprime; o puede achacar a determinados
defectos de las personas con que convive lo que en realidad se debe a un
enrarecimiento del propio carácter; etc.
Las personas tendemos –al menos
la mayoría– a proyectar fuera de nosotros la solución de los problemas que
experimentamos. Solemos echar a otros la culpa de casi todo lo malo que nos
sucede. Parte importante del conocimiento propio es advertir la presencia de
ese sutil engaño. Es cierto que las circunstancias ajenas siempre pueden
ayudarnos a resolver y superar nuestros problemas, pero no debemos dimitir –ni
total ni parcialmente– del amplísimo margen de responsabilidad que tenemos
sobre la mayoría de las cosas que nos suceden en la vida.
Tampoco debe olvidarse que la pereza
–con todo el lastre interior que puede llegar a tener en nuestra vida–, trata
de llevarnos hacia la ley del mínimo esfuerzo. Por eso, cuando sentimos desgana
para afrontar una tarea que nos resulta costosa, es preciso identificar
claramente su origen y reconocerlo como lo que es: cansancio razonable que
exige descanso, o pereza que hemos de superar; pero no interpretar
equivocadamente la desgana como carencia de aptitudes, ni las dificultades
ordinarias como acumulación de infortunios o de malévolas confabulaciones
contra nosotros, pues sería una triste forma de autoengaño. —Pero a veces se
presentan problemas que no tienen fácil solución.
Es preciso entonces buscar posibles
modos razonables de resolver esos problemas, al menos hasta donde nos sea
posible. Habrá ocasiones, efectivamente, en que sólo podremos disminuir sus
consecuencias negativas y aprender a sobrellevarlos: por ejemplo, en el caso de
enfermedades crónicas, fuertes reveses económicos o profesionales cuya solución
queda fuera de nuestro alcance, problemas serios de relación con personas que
tenemos necesidad de tratar, etc.
—¿Y cómo distinguir lo que debe
sobrellevarse de lo que debemos intentar cambiar?
Un profundo y certero conocimiento de
uno mismo, contrastado por la observación atenta del propio comportamiento
externo y de las reacciones interiores, enriquecido por el consejo de quienes
nos conocen y aprecian, nos permitirá identificar el verdadero origen de
las perturbaciones que inevitablemente experimentaremos siempre a lo largo
de nuestra vida.
Así avanzaremos a buen paso hacia la
madurez emocional, tan lejana de esas altivas afirmaciones de algunos («yo sigo
pensando exactamente lo mismo que he pensado siempre», como si la mejor prueba
de lucidez fuera no cambiar jamás en nada de forma de pensar), e igualmente
lejos de esa variabilidad de quienes cambian constantemente de ideales y
olvidan sus convicciones como si fueran una ligera gripe que ya pasaron, o como
si el transcurso de los años no les reportara ninguna enseñanza estable.