sábado, 21 de abril de 2012

IMPERIO BIZANTINO



Aunque el Imperio Bizantino en su apogeo llegó a abarcar territorios de tres continentes (Europa, Asia y Africa), esto sólo ocurrió durante algunos períodos de tiempo relativamente cortos, entre el siglo VI y VII. De resto, su ámbito de poder se concentró durante varios siglos entre la penín­sula de Anatolia y la península de los Balcanes, hasta quedar reducido en sus últimos años prác­ticamente a la ciudad de Constantinopla, que más tarde cayó en poder de los turcos.
La península de Anatolia
Los antiguos romanos solían denominar a la pe­nínsula de Anatolia simplemente con el nombre de Asia.
La región, que tiene una extensión de 450.000 km2 aproximadamente, está regada por numero­sos ríos, tales como el Kizilirmak y el Buyuc Men-deres, que desembocan en el mar Negro y en el Mediterráneo, respectivamente. Del lago Keban, en las montañas del oriente de Anatolia, también nacen el Tigris y el Eufrates, que al dirigirse al sureste originaron la brillante civilización meso-potámica.
Anatolia está conformada por una gran meseta central provista de 26 hermosos lagos y rodeada, por el sur, por los montes Tauro, que dan al Me­diterráneo, y por el norte, a lo largo de la costa del mar Negro, por la cordillera Póntica.
En la península abundan los árboles frutales lo mismo que las ovejas y las cabras, por lo que muchos de los habitantes de la región aún en nuestros días se dedican al pastoreo.
En la actualidad, el territorio de Anatolia corres­ponde a la República de Turquía, cuya capital es
Estambul, ubicada en el estrecho del Bosforo y repartida entre Europa y Asia, continentes que allí se unen por medio del gran puente del Bos­foro.
Una península con historia
Desde los tiempos de la Biblia, Anatolia ha jugado un papel protagónico en la historia de la humani­dad. En el Antiguo Testamento, por ejemplo, en­contramos numerosas referencias a Anatolia y a sus gentes, desde Noé, cuya arca se cree que se posó sobre el monte Ararat, hasta Abraham, que procedía de Ur, hoy Edesa.
Los acontecimientos históricos en Anatolia, sin embargo, comienzan con mucha anterioridad a los hechos bíblicos. En una cueva de la región de Yarimburgaz, cerca de la ciudad de Estambul (antigua Constantinopla), unos arqueólogos des­cubrieron en 1.987 los restos humanos más anti­guos del mundo, exceptuando los de Africa.

La península de los Balcanes
La península de los Balcanes se encuentra ubicada en el extremo oriental de Europa.
Situada al sur del río Danubio, la península se encuentra bañada por cuatro mares: Adriático, Jónico, Egeo y Negro. En su parte norte, el territorio es compacto y posee clima continental, y en la parte sur, o meridional, el suelo es más fragmentado y su clima es mediterráneo.
Los Balcanes, palabra turca que significa montañas, poseen un relieve muy variado, motivo por el cual en su suelo se han desarrollado pueblos con grandes diferencias entre sí, tanto étnicas como culturales, religiosas, sociales y políticas.
En la actualidad, la península de los Balcanes presta su superficie a cuatro países: Yugoslavia, Albania, Grecia y Bulgaria, que, como en el pasado, guardan entre sí una gran variedad de características diferentes, así:
•          En lo étnico y cultural: las distintas áreas de la región están habitadas por grupos germanos, eslavos y mediterráneos.
•          En lo religioso: su población está equilibrada-mente repartida entre católicos, cristianos ortodoxos y musulmanes.
•          En lo político: hay sistemas de gobierno socia-lista y capitalista.

La península de la cultura occidental
Como la de Anatolia, también la península de los Balcanes ha sido habitada por legendarios pueblos y civilizaciones que han pasado a la historia como los creadores de la cultura occidental.
Por lo que hasta ahora se sabe, los primeros asentamientos humanos en la península se produjeron hacia el año 3.000 a. de C. Se ubicaron en las zonas costeras y en las islas del Peloponeso. Cultivaban especialmente la vid y el olivo.
Principalmente en la isla de Creta, al mismo tiempo se desarrolló una próspera civilización que extendió su influencia por todo el mar Egeo. Esta cultura es conocida con el nombre de minoica. Luego la siguieron las civilizaciones micénica y dórica, después de las cuales surgió la Grecia clásica, en donde se gestó la cultura de occidente.
Hacia el siglo I a. de C, Grecia fue convertida en provincia de Roma, y en el siglo IV pasó a formar parte del Imperio Romano de oriente, del cual surgió más tarde el Imperio Bizantino.

Orígenes del Imperio Bizantino
El primer acontecimiento de gran trascendencia para la formación del Imperio Bizantino fue la fundación de la ciudad de Constantinopla, antes Bizancio, el 11 de mayo del año 330. Su gran desarrollo se debió en gran parte a su privilegiada situación geográfica.
A partir del año 395 y hasta el 518, el Imperio Bizantino fue gobernado por la dinastía de Teodosio, quien fue indirectamente su creador, al dividir en dos el antiguo Imperio Romano.

Un gobernante extraordinario
Después de la caída del Imperio Romano de occidente, los gobernantes de oriente, o bizantinos, añoraban los tiempos en los que el Imperio Romano dominaba todo el mar Mediterráneo. Uno de estos emperadores fue Justiniano, hombre de grandes iniciativas y genio extraordinario quien hizo volver a brillar, aunque por breve tiempo, el gran poder del Imperio Romano.
Justiniano, quien fue el más grande de los emperadores de oriente, llegó al trono en el año 527, a los 45 años de edad. Aunque hijo de campesinos, tuvo una excelente formación gracias al apoyo de su tío, el emperador Justino.
Justiniano, que se destacó por su talento, también supo rodearse de colaboradores extraordinarios que contribuyeron al éxito de su gobierno, entre quienes se destacaron Belisario, que fue el estratega más importante de su siglo, Narsés, general y brillante político, y Triboniano, gran jurista, quien supo llevar a cabo la reforma de las leyes.
Durante su gobierno, Justiniano se ocupó de adecuar, recopilar y ordenar las leyes elaboradas durante siglos por los romanos. Esta gran obra, recibió el nombre de Código de Derecho Civil.

La expansión bizantina
Justiniano quiso recuperar para Bizancio el territorio correspondiente al antiguo Imperio Romano.
Estaba convencido de que así como el mundo cristiano tenía una sola religión y una sola iglesia, también debía tener una única autoridad política: el emperador bizantino.
Con estas ideas inició la reconquista de occidente: derrotó a los vándalos de Africa, ocupó Sicilia, conquistó el sur de España, arrojó a los ostrogodos de Italia y se apoderó de su capital, Ravena.
Justiniano murió en el 565, año en que concluyó uno de los períodos más brillantes de la larga historia bizantina.


jueves, 19 de abril de 2012

martes, 17 de abril de 2012

DESCARTES: DISCURSO DEL METODO




No sé si debo hablaros de mis meditaciones; son tan metafísicas y tan poco vulgares que, es seguro no serán del gusto de todos. Y, sin embargo, tal vez esté obligado a ocuparme de ellas para que podáis apreciar la consistencia de mis razonamientos.
Observé que, en lo relativo a las costumbres, se siguen frecuentemente opiniones inciertas con la misma seguridad que si fueran evidentísimas; y esto fue precisamente lo que me propuse evitar en mis investigaciones de la verdad. Quería rechazar lo que me ofreciera la más pequeña duda para ver después si había encontrado algo indudable.
Como a veces los sentidos nos engañan supuse que ninguna cosa existía del mismo modo que nuestros sentidos nos la hacen imaginar. Como los hombres se suelen equivocar hasta en las sencillas cuestiones de geometría, consideré que yo también estaba sujeto a error y rechacé por falsas todas las verdades cuyas demostraciones me enseñaron mis profesores. Y, finalmente, como los pensamientos que tenemos cuando estamos despiertos, podemos también tenerlos cuando soñamos, resolví creer que las verdades aprendidas en los libros y por la experiencia no eran más seguras que las ilusiones de mis sueños.
Pero en seguida noté que si yo pensaba que todo era falso, yo, pensaba, debía ser alguna cosa, debía tener alguna realidad; y viendo que esta verdad: pienso, luego existo era tan firme y tan segura que nadie podría quebrantar su evidencia, la recibí sin escrúpulo alguno como el primer principio de la filosofía que buscaba.
Examiné atentamente lo que era yo, y viendo que podía imaginar que carecía de cuerpo y que no existía nada en que mi ser estuviera, pero que no podía concebir mi no existencia, porque mi mismo pensamiento de dudar de todo constituía la prueba más evidente de que yo existía —comprendí que yo era una substancia, cuya naturaleza o esencia era a su vez el pensamiento, substancia que no necesita ningún lugar para ser ni depende de ninguna cosa material; de suerte que este yo— o lo que es lo mismo, el alma —por el cual soy lo que soy,, es enteramente distinto del cuerpo y más fácil de conocer que él.
Después de esto reflexioné en las condiciones que deben requerirse en una proposición para afirmarla como verdadera y cierta; acababa de encontrar una así y quería saber en qué consistía su certeza. Y viendo que en el yo pienso, luego existo, nada hay que dé la seguridad de que digo la verdad, pero en cambio comprendo con toda claridad que para pensar es preciso existir juzgué que podía adoptar como regla general que las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas, la única dificultad estriba en determinar bien qué cosas son las que concebimos clara y distintamente.
Meditando sobre las dudas que asaltaban mi espíritu, deduje la conclusión de que mi ser no era perfecto, puesto que el conocer supone mayor perfección que el dudar. Quise saber dónde había aprendido a pensar en algo más perfecto que yo y conocí con toda evidencia que esta era ,1a obra de una naturaleza o esencia más perfecta que la mía.
En lo relativo al conocimiento de ciertas cosas, como el cielo, la tierra, la luz, el calor y mil más, ninguna dificultad me salía al paso, porque no observando en ese conocimiento nada que le hiciera superior a mí, podía creer, si era verdadero, que dependía de mi naturaleza, en cuanto ésta encerraba alguna perfección; y si no era verdadero, que procedía de la nada, que ninguna base tenía, que estaba en mi espíritu por lo que en mi ser había de imperfecto.
Pero no podía suceder lo mismo con la idea de un ser más perfecto que el mío; el que esta idea procediese de la nada, de la imperfección de mi naturaleza, era imposible. Lo más perfecto no puede ser una consecuencia, una dependencia de lo menos perfecto y no hay cosa que proceda de la nada.
La única solución posible era que aquella idea hubiera sido puesta en mi pensamiento por una esencia más perfecta que yo y que encerrara en sí todas las perfecciones de que yo tenía conocimiento.
Si sabía de algunas perfecciones que no poseía, ya no era yo el único ser que existiera (permitidme que use con la libertad los términos de la filosofía aprendidos en las escuelas) sino que era preciso suponer otro más perfecto del cual yo dependía y del cual procedía lo que yo hallaba en mí; porque si hubiera existido solo, independiente de cualquier otro ser, teniendo en mí todo lo que participaba del Ser perfecto, hubiera tenido también, por la misma razón, todo lo demás que yo sabía me faltaba y hubiera sido infinito, eterno, inmutable, omnipotente. — Todas las perfecciones que observaba en Dios.
Siguiendo el razonamiento que acabo de hacer, para conocer, en lo posible, la naturaleza de Dios no tenía más que considerar, en lo relativo a las cosas, si eran o no una perfección. Estaba seguro de que las que argüían una imperfección no se daban en El; la duda, la inconstancia, la tristeza y todas las otras cosas, propias del ser imperfecto, no se encontraban en El.
Yo tenía ideas de muchas cosas sensibles y corporales; y aún admitiendo que soñara o que era falso lo que veía o imaginaba, no cabía negar que las ideas de esas cosas estaban en mi pensamiento.
Había comprendido muy claramente que la esencia o naturaleza inteligente es distinta de la corporal, que toda composición atestigua dependencia y, por consiguiente, que la composición es un defecto. Juzgué que en Dios no podía ser una perfección el estar compuesto de dos naturalezas, la inteligente y la corporal y, por lo tanto, que no era un ser compuesto porque nada hay en El de imperfecto. Si en el mundo existían cuerpos o naturalezas espirituales que no fuesen perfectas, dependerían del poder de Dios, de tal modo que no subsistirían sin El un solo momento.
Quise, por un instante, indagar otras verdades; y, habiéndome propuesto para ello el objeto de los geómetras, que yo concebía como un cuerpo continuo o un espacio infinitamente extenso en longitud, anchura y altura o profundidad, divisible en diferentes partes que podían afectar  diversas figuras y tamaños y que podían ser cambiadas de lugar y posición —los geómetras suponen todo esto en su objeto— recorrí algunas de sus demostraciones más sencillas y no olvidé que esa certeza que todo el mundo les atribuye no se funda más que en el hecho de concebirlas con absoluta evidencia —y esta es la regla de que antes he hablado; nada había en ellas que me asegurase la existencia de su objeto: por ejemplo, yo veía claramente que suponiendo un triángulo, era preciso que sus tres ángulos fuesen iguales a dos rectas, pero no por esto veía algo que me diera la seguridad de que en el mundo existía un triángulo.
Volvamos al examen de la idea que yo tenía de un Ser perfecto. Del mismo modo que en esta idea está comprendida la existencia del Ser perfecto, lo estaba en la concepción del triángulo la equivalencia de sus tres ángulos a dos rectos o en la de la esfera la Igualdad de las distancias de todas sus partes al centro. Tan cierta es la existencia del Ser perfecto como una demostración geométrica y aún es más evidente la primera que la segunda.
La causa de que muchos crean que hay dificultades para conocer a Dios está en que no saben elevar su pensamiento más allá de las cosas sensibles, y como están acostumbrados a no conocer más que lo que pueden Imaginarse les parece que lo que no es imaginable no es inteligible. Enseñan los filósofos una máxima que es de perniciosas consecuencias. Nada hay en el entendimiento que no haya impresionado antes a los sentidos. Las Ideas de Dios y del alma nunca han pasado por los sentidos; y los que quieren usar la Imaginación para comprenderlas obtendrán los mismos resultados que si se sirven de los ojos para oír o para oler. Por otra parte, ni el sentido de la vista ni el del oído, ni el del olfato nos aseguran por sí solos de sus respectivos objetos; ni la imaginación ni los sentidos nos asegurarían de nada si no interviniera el entendimiento.
Si hay hombres que no están suficientemente persuadidos de la existencia de Dios y del alma, quiero que sepan que las cosas que ellos tienen por más seguras y evidentes, que hay astros y una tierra y tales o cuales objetos, son menos ciertas que la existencia de Dios y del alma. Cuando se tiene una seguridad moral completa, parece una extravagancia y una sinrazón la duda contra aquella metafísica certidumbre, más evidente aún, que lo que se funda en la base movediza de simples impresiones de la sensibilidad. ¿Por qué los pensamientos que nos asaltan durante el sueño son más falsos que los otros a pesar de ser tan vivos y tan lógicos como ellos? Los más grandes sabios del mundo, por mucho que estudien, no creo que den una razón suficiente para disipar esta duda a no ser que presupongan la existencia de Dios.
En primer, término, la regla general que afirma la verdad de las cosas que concebimos muy clara y distintamente, se funda en que Dios existe, en que es un Ser perfecto, y que todo lo que hay en nosotros procede de Él; de donde se sigue que nuestras ideas y nociones, puesto que se refieren a cosas tales y proceden de Dios en lo que tienen de claras y distintos, no pueden menos de ser verdaderas. Si, con frecuencia, nuestras ideas y nociones son falsas, la causa de su falsedad hay que buscarla en la confusión y obscuridad de que adolecen  porque no somos absolutamente perfectos.
Si no supiéramos que lo que existe en nosotros de real y verdadero, se deriva de un ser perfecto e infinito, por claras y distintas que fuesen nuestras ideas, ninguna razón tendríamos que nos asegurara de que esas ideas poseen la perfección de ser verdaderas.
Después de asegurarnos de la verdad de la regla que he establecido, seguridad que debemos al conocimiento de Dios y del alma, importa afirmar, que las ilusiones de los sueños no deben hacernos dudar de la verdad de las ideas que tenemos cuando estamos despiertos. Puede ocurrir que soñando nos venga a la mente una idea muy clara, por ejemplo: un geómetra qué encuentra una nueva demostración. En este caso, el sueño del geómetra no impedirá que su idea sea verdadera. El error más ordinario en los sueños consiste en la representación de diversos objetos, del mismo modo que hacen los sentidos exteriores; nada importa que esto nos dé ocasión de desconfiar de las ideas habidas durante- el sueño, porque también podemos equivocarnos estando despiertos; los enfermos de icterisia lo ven todo amarillo, y los astros y otros cuerpos muy lejanos nos parecen mucho menores de lo que son.
Lo mismo despiertos que dormidos nunca debemos persuadirnos más que por la evidencia de nuestra razón. Observad que digo evidencia de nuestra razón y no de nuestra imaginación ni de nuestros sentidos. Aunque vemos el sol muy claramente, no por eso afirmamos que sea del tamaño de lo que Tiernos; podemos imaginar distintamente una cabeza de león en un cuerpo de cabra, y no por esto hemos de pensar que haya quimeras en el mundo.
La razón, ya que no nos dicte la verdad o la falsedad de lo que así percibimos, nos dice, al menos, que todas nuestras ideas o nociones deben tener algún fundamento de verdad; porque no es posible que Dios, que es la perfección y la suma verdad, las hubiera puesto en nosotros siendo falsas.
Nuestros razonamientos no son tan evidentes ni tan seguros durante el sueño como cuando estamos despiertos, a pesar de que frecuentemente la imaginación se exalta en el sueño mucho más que en la normalidad de la vida perfectamente consciente. Esto nos dice la razón; y también nos dicta que nuestros pensamientos no pueden ser siempre verdaderos porque no somos perfectos, y que lo que tienen de verdad, debe buscarse, antes que en el sueño, en la realidad de la vida.