Primera parte de la
Doctrina elemental transcendental
- La estética
transcendental § 1 -
- Sean cualesquiera
el modo y los medios con que un conocimiento se refiera a sus objetos, la
referencia inmediata - que todo pensar busca como medio - se llama intuición.
Pero ésta no se verifica sino en cuanto el objeto nos es dado. Mas esto, a su
vez, no es posible [para nosotros hombres por lo menos], sino mediante que el
objeto afecte al espíritu de cierta manera. La capacidad (receptividad) de
recibir representaciones por el modo como somos afectados por objetos, llámase
sensibilidad. Así, pues, por medio de la sensibilidad nos son dados objetos y
ella sola nos proporciona intuiciones; por medio del entendimiento empero son
ellos pensados y en él se originan conceptos. Pero todo pensar tiene que
referirse ya directa, ya indirectamente [mediante ciertas características] en
último término a intuiciones, por lo tanto, en nosotros a la sensibilidad,
porque ningún objeto puede sernos dado de otra manera.
El efecto de un
objeto sobre la capacidad de representación, en cuanto somos afectados por él,
es sensación. Aquella intuición que se refiere al objeto por medio de la
sensación, llámase empírica. El objeto indeterminado de una intuición empírica,
llámase fenómeno.
En el fenómeno,
llamo materia a lo que corresponde a la sensación; pero lo que hace que lo
múltiple del fenómeno pueda ser ordenado en ciertas relaciones, llámolo la
forma del fenómeno. Como aquello en donde las sensaciones pueden ordenarse y
ponerse en una cierta forma, no puede, a su vez, ser ello mismo sensación,
resulta que si bien la materia de todos los fenómenos no nos puede ser dada más
que a posteriori, la forma de los mismos, en cambio, tiene que estar toda ella
ya a priori en el espíritu y, por tanto, tiene que poder ser considerada aparte
de toda sensación.
Llamo puras (en
sentido transcendental) todas las representaciones en las que no se encuentre
nada que pertenezca a la sensación. Según esto, la pura forma de las
intuiciones sensibles en general, en donde todo lo múltiple de los fenómenos es
intuido en ciertas relaciones, se hallará a priori en el espíritu. Esta forma
pura de la sensibilidad se llamará también ella misma intuición pura. Así,
cuando de la representación de un cuerpo separo lo que el entendimiento piensa
en ella, como substancia, fuerza, divisibilidad, etc..., y separo también lo
que hay en ella perteneciente a la sensación, como impenetrabilidad, dureza,
color, etc., entonces réstame de esa intuición empírica todavía algo, a saber,
extensión y figura. Éstas pertenecen a la intuición pura, la cual se halla en
el espíritu a priori y sin un objeto real de los sentidos o sensación, como una
mera forma de la sensibilidad.
A la ciencia de
todos los principios a priori de la sensibilidad, llamo yo Estética
transcendental. Tiene que haber, por tanto, una ciencia semejante, que
constituya la primera parte de la doctrina elemental transcendental, en
oposición a aquella otra que encierra los principios del pensar puro y se llama
lógica transcendental.
Así, pues, en la
estética transcendental aislaremos primeramente la sensibilidad, separando de
ella todo lo que el entendimiento, con sus conceptos, piensa en ella, para que
no nos quede nada más que la intuición empírica. En segundo término,
separaremos aún de ésta todo cuanto pertenece a la sensación, para que no nos
quede nada más que la intuición pura y la mera forma de los fenómenos, que es
lo único que la sensibilidad a priori puede proporcionar. En esta investigación
se hallará que hay, como principios del conocimiento a priori, dos puras formas
de la intuición sensible, a saber, espacio y tiempo, con cuya consideración
vamos ahora a ocuparnos.
Primera sección de
la Estética transcendental. Del espacio.
- § 2 -
Exposición
metafísica de este concepto Por medio del sentido externo (propiedad de nuestro
espíritu) nos representamos objetos como fuera de nosotros y todos ellos en el
espacio. En él es determinada o determinable su figura, magnitud y mutua
relación. El sentido interno, mediante el cual el espíritu intuye a sí mismo o
intuye su estado interno, no nos da, es cierto, intuición alguna del alma misma
como un objeto; pero, sin embargo, es una forma determinada, bajo la cual tan
sólo es posible una intuición de su estado interno, de modo que todo lo que
pertenece a las determinaciones internas es representado en relaciones de
tiempo. Exteriormente no puede el tiempo ser intuido, ni tampoco el espacio,
como algo en nosotros. ¿Qué son, pues, espacio y tiempo? ¿Son seres reales?
¿Son sólo determinaciones o también relaciones de las cosas, tales que les
corresponderían a las cosas en sí mismas, aun cuando no fuesen intuidas? O se
hallan sólo en la forma de la intuición y, por tanto, en la constitución
subjetiva de nuestro espíritu, sin la cual no podrían esos predicados ser
atribuidos a ninguna cosa? Para dilucidar esto vamos a exponer primeramente el
concepto del espacio.
[Por exposición
(expositio) entiendo la representación clara (si bien no detallada) de lo que
pertenece a un concepto; metafísica es la exposición, cuando encierra aquello
que representa al concepto como dado a priori].
1) El espacio no es
un concepto empírico sacado de experiencias externas. Pues para que ciertas
sensaciones sean referidas a algo fuera de mí (es decir, a algo en otro lugar
del espacio que el que yo ocupo), y asimismo para que yo pueda representarlas
como fuera [y al lado] unas de otras, por tanto no sólo como distintas, sino
como situadas en distintos lugares, hace falta que esté ya a la base la
representación del espacio. Según esto, la representación del espacio no puede
ser tomada, por experiencia, de las relaciones del fenómeno externo, sino que
esta experiencia externa no es ella misma posible sino mediante dicha
representación.
2) El espacio es
una representación necesaria, a priori, que está a la base de todas las
intuiciones externas. No podemos nunca representarnos que no haya espacio,
aunque podemos pensar muy bien que no se encuentren en él objetos algunos. Es
considerado, pues, el espacio como la condición de la posibilidad de los
fenómenos y no como una determinación dependiente de éstos, y es una
representación a priori, que necesariamente está a la base de los fenómenos
externos.
3) El espacio no es
un concepto discursivo o, según se dice, universal, de las relaciones de las
cosas en general., sino una intuición pura. Pues primeramente no se puede
representar más que un único espacio, y cuando se habla de muchos espacios, se
entiende por esto sólo una parte del mismo espacio único. Estas partes no
pueden tampoco preceder al espacio uno, que lo comprende todo, como si fueran,
por decirlo, así, sus componentes (por donde la composición del espacio fuera
posible). Por el contrario sólo en él pueden ser pensadas. Él es esencialmente
uno; lo múltiple en él y, por tanto también el concepto universal de espacios
en general, se origina sólo en limitaciones. De aquí se sigue que en lo que a
él respecta, una intuición a priori (que no es empírica) sirve de base a todos
los conceptos del mismo. Así todos los principios geométricos, v. g. que en un
triángulo dos lados juntos son mayores que el tercero, no son nunca deducidos
de los conceptos universales de línea y triángulo, sino de la intuición; y ello
a priori, con certeza apodíctica.
4) El espacio es
representado como una magnitud infinita dada. Ahora bien, hay que pensar todo
concepto como una representación que está contenida en una multitud infinita de
diferentes representaciones posibles (como su característica común) y, por lo
tanto, que las comprende debajo de sí; mas ningún concepto, como tal, puede ser
pensado como si encerrase en sí una infinita multitud de representaciones. Sin
embargo, así es pensado el espacio (pues todas las partes del espacio en el
infinito son a la vez). Así, pues, la originaria representación del espacio es
intuición a priori y no concepto.
- § 3 -
Exposición
trascendental del concepto del espacio Entiendo por exposición transcendental
la explicación de un concepto como un principio por donde puede conocerse la posibilidad
de otros conocimientos sintéticos a priori. Para este propósito, se requiere:
1º., que esos conocimientos salgan realmente del concepto dado; 2º., que esos
conocimientos no sean posibles más que bajo la presuposición de un modo dado de
explicación de ese concepto.
La Geometría es una
ciencia que determina las propiedades del espacio sintéticamente y, sin
embargo, a priori. ¿Qué tiene que ser pues la representación del espacio para
que sea posible semejante conocimiento de él? Tiene que ser originariamente
intuición, porque de un mero concepto no se pueden sacar proposiciones que
vayan más allá del concepto. Esto es, sin embargo, lo que ocurre en la
Geometría (v. Introducción V). Pero esa intuición tiene que hallarse en
nosotros a priori, es decir, antes de toda percepción de un objeto y ser, por
tanto, intuición pura, no empírica. Porque las proposiciones geométricas son
todas apodícticas, es decir, están unidas con la conciencia de su necesidad,
como por ejemplo: el espacio solo tiene tres dimensiones. Ahora bien,
semejantes proposiciones no pueden ser juicios empíricos o de experiencia, ni
ser deducidas de esos juicios. (Introducción II).
Mas, ¿cómo puede
estar en el espíritu una intuición externa que precede a los objetos mismos y
en la cual el concepto de estos últimos puede ser determinado a priori?
Manifiestamente no puede estar de otro modo que teniendo su asiento en el
sujeto, como propiedad formal de éste de ser afectado por objetos y así de
recibir representación inmediata de estos últimos, es decir, intuición. Esto
es, sólo como forma del sentido externo en general.
Por tanto, sólo
nuestra explicación hace concebible la posibilidad de la geometría como
conocimiento sintético a priori. Todo modo de explicación que no proporcione
esto, aunque en apariencia tenga con él alguna semejanza, puede distinguirse
seguramente de él por esas características.
Conclusiones
sacadas de los conceptos anteriores a) El espacio no representa ninguna
propiedad de cosas en sí, ni en su relación recíproca, es decir, ninguna
determinación que esté y permanezca en los objetos mismos aún haciendo
abstracción de todas la condiciones subjetivas de la intuición. Pues ni las
determinaciones absolutas ni las relativas pueden ser intuidas antes de la
existencia de las cosas a quienes corresponden; por tanto, no pueden ser
intuidas a priori.
b) El espacio no es
otra cosa que la forma de todos los fenómenos del sentido externo, es decir, la
condición subjetiva de la sensibilidad, bajo la cual tan sólo es posible para
nosotros intuición externa. Mas como la receptividad del sujeto para ser
afectado por objetos, precede necesariamente a todas las intuiciones de esos
objetos, se puede comprender cómo la forma de todos los fenómenos puede ser
dada en el espíritu antes que las percepciones reales y, por tanto, a priori y
cómo ella, siendo una intuición pura en la que todos los objetos tienen que ser
determinados, puede contener principios de las relaciones de los mismos, antes
de toda experiencia.
No podemos, por
consiguiente, hablar de espacio, de seres extensos, etc., más que desde el
punto de vista de un hombre. Si prescindimos de la condición subjetiva, bajo la
cual tan sólo podemos recibir intuición externa, a saber, en cuanto podemos ser
afectados por los objetos, entonces la representación del espacio no significa
nada. Este predicado no es atribuido a las cosas más que en cuanto nos
aparecen, es decir, en cuanto son objetos de la sensibilidad. La forma
constante de esa receptividad que llamamos sensibilidad, es una condición necesaria
de todas las relaciones en donde los objetos pueden ser intuidos como fuera de
nosotros, y, si se hace abstracción de esos objetos, es una intuición pura que
lleva el nombre de espacio. Como no podemos hacer de las condiciones
particulares de la sensibilidad condiciones de la posibilidad de las cosas,
sino sólo de sus fenómenos, podemos decir que el espacio comprende todas las
cosas que pueden aparecernos exteriormente, pero no todas las cosas en sí
mismas, sean o no intuidas, o séanlo por un sujeto cualquiera. Pues no podemos
juzgar de las intuiciones de otros seres pensantes; no podemos saber si están
sujetas a las mismas condiciones, que limitan nuestras intuiciones y son para
nosotros de validez universal. Si nosotros añadimos la limitación de un juicio
al concepto del sujeto, vale el juicio entonces, incondicionalmente. La
proposición: "todas las cosas están unas junto a otras en el
espacio", vale con la limitación siguiente: cuando esas cosas son tomadas
como objetos de nuestra intuición sensible. Si añado aquí la condición al
concepto y digo: "todas las cosas, como fenómenos externos, están en el
espacio unas al lado de otras", entonces vale esta regla universalmente y
sin limitación. Nuestras exposiciones enseñan, por consiguiente, la realidad
(es decir, validez objetiva) del espacio en lo que se refiere a todo aquello
que puede presentársenos exteriormente como objeto; enseñan, empero, también la
idealidad del espacio, en lo que se refiere a las cosas, cuando la razón las
considera en sí mismas, es decir, sin referencia a la constitución de nuestra
sensibilidad. Afirmamos, por tanto, la realidad empírica del espacio (en lo que
se refiere a toda experiencia exterior posible), aunque admitimos la idealidad
transcendental del mismo, es decir, que no es nada, si abandonamos la condición
de la posibilidad de toda experiencia y lo consideramos como algo que está a la
base de las cosas en sí mismas.
Pero fuera del
espacio no hay ninguna otra representación subjetiva y referida a algo
exterior, que pueda llamarse objetiva a priori. Pues de ninguna de ellas pueden
deducirse, como de la intuición en el espacio, proposiciones sintéticas a
priori. (§ 3.) Por eso, hablando con exactitud, no les corresponde idealidad
alguna, aunque coinciden con la representación del espacio en que sólo
pertenecen a la constitución objetiva del modo de sentir, v. g. de la vista,
del oído, del tacto mediante las sensaciones de color, sonido, temperatura, las
cuales, siendo sólo sensaciones y no intuiciones, no dan a conocer en sí objeto
alguno y menos aún a priori.
El propósito de
esta observación es sólo impedir que se le ocurra a nadie explicar la afirmada
idealidad del espacio con ejemplos del todo insuficientes, pues v. g. los
colores, el sabor, etc... son considerados con razón no como propiedades de las
cosas, sino sólo como modificaciones de nuestro sujeto, que incluso pueden ser
diferentes en diferentes hombres. En efecto en este caso, lo que
originariamente no es más que fenómeno, v. g. una rosa, vale como cosa en sí misma
en el entendimiento empírico, pudiendo sin embargo aparecer, en lo que toca al
color, distinta a distintos ojos. En cambio, el concepto transcendental de los
fenómenos, en el espacio, es un recuerdo crítico de que nada en general de lo
intuido en el espacio es cosa en sí, y de que el espacio no es forma de las
cosas en sí mismas, sino que los objetos en sí no nos son conocidos y lo que
llamamos objetos exteriores no son otra cosa que meras representaciones de
nuestra sensibilidad, cuya forma es el espacio, pero cuyo verdadero
correlativo, es decir la cosa en sí misma, no es conocida ni puede serlo. Mas
en la experiencia no se pregunta nunca por ella.
Segunda sección de
la Estética transcendental. Del tiempo
- § 4 -
Exposición
metafísica del concepto del tiempo 1) El tiempo no es un concepto empírico que
se derive de una experiencia. Pues la coexistencia o la sucesión no
sobrevendría en la percepción, si la representación del tiempo no estuviera a
priori a la base. Solo presuponiéndola es posible representarse que algo, sea
en uno y el mismo tiempo (a la vez) o en diferentes tiempos (uno después de
otro).
2) El tiempo es una
representación necesaria que está a la base de todas las intuiciones. Por lo
que se refiere a los fenómenos en general, no se puede quitar el tiempo, aunque
se puede muy bien sacar del tiempo los fenómenos. El tiempo es pues dado a
priori. En él tan sólo es posible toda realidad de los fenómenos. Estos todos
pueden desaparecer; pero el tiempo mismo (como la condición universal de su posibilidad)
no puede ser suprimido.
3) En esta
necesidad a priori fúndase también la posibilidad de principios apodícticos de
las relaciones de tiempo o axiomas del tiempo en general. Éste no tiene más que
una dimensión; diversos tiempos no son a la vez, sino unos tras otros (así como
diversos espacios no son unos tras otros, sino a la vez). Estos principios no
pueden ser sacados de la experiencia, pues ésta no les daría ni estricta
universalidad, ni certeza apodíctica. Nosotros podríamos sólo decir: eso enseña
la percepción común; más no: así tiene que suceder. Esos principios valen como
reglas bajo las cuales en general son posibles experiencias y nos instruyen
antes de la experiencia y no por medio de la experiencia.
4) El tiempo no es
un concepto discursivo o, como se le llama, universal, sino una forma pura de
la intuición sensible. Diferentes tiempos son sólo partes del mismo tiempo. La
representación que no puede ser dada más que por un objeto único, es intuición.
Tampoco la proposición: "diferentes tiempos no pueden ser a la vez",
podría deducirse de un concepto universal. La proposición es sintética y no
puede originarse sólo en conceptos. Ella está pues inmediatamente contenida en
la intuición y representación del tiempo.
5) La infinidad del
tiempo no significa otra cosa sino que toda magnitud determinada del tiempo es
sólo posible mediante limitaciones de un tiempo único fundamental. Por eso la
representación primaria tiempo tiene que ser dada como ilimitada. Pero cuando
hay algo en lo cual las partes mismas y toda magnitud de un objeto solo pueden
ser representadas determinadamente, mediante limitación, entonces, la
representación total no puede ser dada por conceptos (pues éstos sólo contienen
representaciones parciales) sino que ha de fundarse en una intuición inmediata.
- § 5 -
Exposición
transcendental del concepto del tiempo Sobre esto puedo referirme al núm. 3 en
donde, para abreviar, he puesto ya lo que es propiamente transcendental, entre
los artículos de la exposición metafísica. Aquí añado que el concepto del
cambio y con él el concepto del movimiento (como cambio de lugar) no son
posibles sino mediante y en la representación del tiempo; que si esa
representación no fuese intuición (interna) a priori, no podría concepto
alguno, fuere el que fuere, hacer comprensible la posibilidad de un cambio, es
decir de un enlace de predicados contradictoriamente opuestos (v. g. el ser en
un lugar y el no ser esa misma cosa en el mismo lugar) en uno y en el mismo
objeto.
Sólo en el tiempo
pueden hallarse ambas determinaciones contradictoriamente opuestas en una cosa,
a saber una después de otra. Así pues nuestro concepto del tiempo explica la
posibilidad de tantos conocimientos sintéticos a priori, como hay en la teoría
general del movimiento, que no es poco fructífera.
- § 6 -
Conclusiones
sacadas de estos conceptos a) El tiempo no es algo que exista por sí o que
convenga a las cosas como determinación objetiva y, por lo tanto, permanezca
cuando se hace abstracción de todas las condiciones subjetivas de su intuición.
Pues en el primer caso sería algo que, sin objeto real, sería, sin embargo,
real. Mas en lo que al segundo caso se refiere, siendo una determinación u
ordenación inherente a las cosas mismas, no podría preceder a los objetos como
su condición, ni ser intuido y conocido a priori mediante proposiciones
sintéticas. Sin embargo, esto último ocurre perfectamente, si el tiempo no es
nada más que la condición subjetiva bajo la cual tan sólo pueden intuiciones
tener lugar en nosotros. Pues entonces esa forma de la intuición interna puede
ser representada antes de los objetos y, por lo tanto, a priori.
b) El tiempo no es
nada más que la forma del sentido interno, es decir, de la intuición de
nosotros mismos y de nuestro estado interno. Pues el tiempo no puede ser una
determinación de fenómenos externos; ni pertenece a una figura ni a una
posición, etc., y en cambio, determina la relación de las representaciones en
nuestro estado interno. Y, precisamente, porque esa intuición interna no da
figura alguna, tratamos de suplir este defecto por medio de analogías y
representamos la sucesión del tiempo por una línea que va al infinito, en la
cual lo múltiple constituye una serie, que es sólo de una dimensión; y de las
propiedades de esa línea concluimos las propiedades todas del tiempo, con
excepción de una sola, que es que las partes de aquella línea son a la vez,
mientras que las del tiempo van siempre una después de la otra. Por aquí se ve
también, que la representación del tiempo es ella misma intuición, pues que
todas sus relaciones pueden expresarse en una intuición externa.
c) El tiempo es la
condición formal a priori de todos los fenómenos en general. El espacio, como
forma pura de toda intuición externa, está limitado, como condición a priori,
sólo a los fenómenos externos. En cambio todas las representaciones, tengan o
no cosas exteriores como objetos, pertenecen en sí mismas al estado interno,
como determinaciones del espíritu, y este estado interno se halla bajo la
condición formal de la intuición interna, por lo tanto del tiempo. De donde
resulta que el tiempo es una condición a priori de todo fenómeno en general y
es condición inmediata de los fenómenos internos (de nuestra alma) y
precisamente por ello condición inmediata también de los fenómenos externos. Si
puedo decir a priori: todos los fenómenos externos están determinados en el
espacio y según las relaciones del espacio a priori, puedo decir, por el
principio del sentido interno, con toda generalidad: todos los fenómenos en
general, es decir, todos los objetos de los sentidos son en el tiempo y están
necesariamente en relaciones de tiempo.
Si hacemos
abstracción de nuestro modo de intuirnos interiormente y de comprender mediante
esa intuición, todas las intuiciones externas en la facultad de representación;
si por tanto tomamos los objetos tales y como puedan ser ellos en sí mismos,
entonces el tiempo no es nada. Sólo tiene validez objetiva con respecto a los
fenómenos, porque tales son ya las cosas que admitimos como objetos de nuestros
sentidos; pero el tiempo no es objetivo si hacemos abstracción de la
sensibilidad de nuestra intuición y, por tanto, del modo de representación que
nos es peculiar y hablamos de cosas en general. El tiempo es, pues, solamente
una condición subjetiva de nuestra (humana) intuición (la cual es siempre
sensible, es decir, por cuanto somos afectados por objetos) y no es nada en sí,
fuera del sujeto.
Sin embargo, en
consideración de todos los fenómenos y, por tanto, también de todas las cosas
que se nos pueden presentar en la experiencia, es necesariamente objetivo. No
podemos decir: todas las cosas están en el tiempo; porque en el concepto de las
cosas en general se hace abstracción de todo modo de intuición de las mismas,
siendo éste sin embargo la propia condición bajo la cual el tiempo pertenece a
la representación de los objetos. Ahora bien, si se añade la condición al
concepto y se dice: todas las cosas, como fenómenos (objetos de la intuición
sensible) están en el tiempo, entonces el principio tiene exactitud objetiva y
universalidad a priori.
Nuestras
afirmaciones enseñan, pues, la realidad empírica del tiempo, es decir, su
validez objetiva con respecto a todos los objetos que pueden ser dados a
nuestros sentidos. Y como nuestra intuición es siempre sensible, no puede nunca
sernos dado un objeto en la experiencia, que no se encuentre bajo la condición
del tiempo.
En cambio, negamos
al tiempo toda pretensión a realidad absoluta, esto es, a que, sin tener en
cuenta la forma de nuestra intuición sensible, sea inherente en absoluto a las
cosas como condición o propiedad. Tales propiedades que convienen a las cosas
en sí, no pueden sernos dadas nunca por los sentidos. En esto consiste, pues,
la idealidad transcendental del tiempo, según la cual éste, cuando se hace abstracción
de las condiciones subjetivas de la intuición sensible, no es nada y no puede
ser atribuido a los objetos en sí mismos (sin su relación con nuestra
intuición) ni por modo subsistente ni por modo inherente. Sin embargo, esta
idealidad, como la del espacio, no ha de compararse con las subrepciones de la
sensación, porque en éstas se presupone que el fenómeno mismo, en quien esos
predicados están inherentes, tiene realidad objetiva, cosa que aquí desaparece
enteramente, excepto en cuanto es meramente empírica, es decir, que aquí se
considera el objeto mismo, sólo como fenómeno: sobre esto véase la nota
anterior de la sección primera.
- § 7 -
Explicación Contra
esta teoría que concede al tiempo realidad empírica, pero le niega la absoluta
y transcendental, presentan una objeción los entendidos, con tanta unanimidad,
que me hace pensar que ha de hacerla también naturalmente todo lector para
quien no sean habituales estas consideraciones. Dice la objeción como sigue:
las mutaciones son reales (esto lo demuestra el cambio de nuestras propias
representaciones, aunque se quisieran negar todos los fenómenos externos con
sus mutaciones). Las mutaciones, empero, no son posibles más que en el tiempo;
el tiempo, pues, es algo real. La contestación no ofrece dificultad. Concedo
todo el argumento. El tiempo es, desde luego, algo real, a saber: la forma real
de la intuición interna. Tiene, pues, realidad subjetiva en lo tocante a la
experiencia interna; es decir, tengo realmente la representación del tiempo y
de mis determinaciones en él. Es pues, real, no como objeto, sino considerado
como el modo de representación de mí mismo como objeto. Mas si yo mismo u otro
ser pudiese intuirme sin esa condición de la sensibilidad, esas mismas
determinaciones, que nos representamos ahora como mutaciones, nos darían un
conocimiento en el cual no se hallaría la representación del tiempo y, por
ende, tampoco de la mutación. Subsiste, pues, su realidad empírica como
condición de todas nuestras experiencias. Sólo la realidad absoluta no le puede
ser concedida, por lo anteriormente dicho. No es más que la forma de nuestra
intuición interna. Si se quita de él la particular condición de nuestra
sensibilidad, desaparece también el concepto del tiempo. El tiempo, pues, no es
inherente a los objetos mismos, sino sólo al sujeto que los intuye.
Pero la causa por
la cual esa objeción vuelve con tanta unanimidad, en boca de quienes, por
cierto, nada pueden, sin embargo, oponer a la teoría de la idealidad de
espacio, es ésta: que no confiaban en poder demostrar apodícticamente la
realidad absoluta del espacio, porque frente a ellos está el idealismo, según
el cual, no es posible demostrar estrictamente la realidad de los objetos
exteriores. Pero, en cambio, la del objeto de nuestro sentido interno (yo mismo
y mi estado) es inmediatamente clara por la conciencia. Aquellos objetos
externos podrán ser mera apariencia; este objeto interno empero es, según su
opinión, innegablemente algo real. Pero no pensaron que ambos, objetos, el
externo y el interno, sin que se pueda discutir su realidad como
representaciones, pertenecen, sin embargo, solo al fenómeno, el cual tiene
siempre dos lados, el uno cuando el objeto es considerado en sí mismo
(prescindiendo del modo de intuirlo, por lo cual su modo de ser, precisamente
por eso, permanece siempre problemático) y el otro cuando se mira a la forma de
la intuición de ese objeto, forma que ha de buscarse no en el objeto en sí
mismo, sino en el sujeto a quien éste aparece, aunque corresponde, sin embargo,
necesaria y realmente al fenómeno de ese objeto.
Espacio y tiempo
son, por tanto, dos fuentes de conocimiento de las cuales a priori podemos
extraer diferentes conocimientos sintéticos; la matemática pura nos da un
ejemplo brillante, por lo que se refiere a los conocimientos del espacio y sus
relaciones. Ambas, tomadas juntas, son formas puras de toda intuición sensible
y, por eso, hacen posibles proposiciones sintéticas a priori. Mas esas fuentes
de conocimiento a priori determinan sus límites precisamente por eso (porque
son meras condiciones de la sensibilidad) a saber: que se refieren sólo a
objetos en cuanto son considerados como fenómenos, mas no representan cosas en
sí mismas.
Aquellos fenómenos
solos constituyen el campo de su validez y cuando nos salimos de ellos, no
podemos hacer uso alguno objetivo de esas fuentes. Esa realidad del espacio y
del tiempo deja incólume la certeza del conocimiento de experiencia: pues
estamos ciertos de él, pertenezcan necesariamente esas formas a las cosas en sí
mismas o a nuestra intuición. En cambio, los que sostienen la realidad absoluta
del espacio y del tiempo, admítanla como subsistente o solo inherente, tienen
que hallarse en contradicción con los principios de la experiencia misma. Pues,
si se deciden por lo primero (partido que generalmente adoptan los que
investigan matemáticamente la naturaleza), tienen que admitir dos nadas
eternas, infinitas, existentes por sí (el espacio y el tiempo) que existen (sin
que, sin embargo, ninguna realidad exista) sólo para comprender dentro de sí
todo lo real.
Si se deciden por
el segundo partido (al cual pertenecen algunos que investigan metafísicamente
la naturaleza) y consideran el espacio y el tiempo como relaciones de los
fenómenos (al lado o después unos de otros) abstraídas de la experiencia, si
bien confusamente representadas en la separación, entonces tienen que negar a
las teorías matemáticas a priori, en lo que se refiere a cosas reales (v. g. en
el espacio) su validez o, al menos, la certeza apodíctica. Porque ésta no puede
tener lugar a posteriori y los conceptos a priori del espacio y del tiempo,
según esta opinión, son sólo creaciones de la imaginación, cuya fuente ha de
buscarse realmente en la experiencia, con cuyas relaciones, abstraídas, ha
hecho la imaginación algo que, si bien contiene lo universal de las mismas, no
puede, sin embargo, tener lugar sin las restricciones que la naturaleza ha
enlazado con ellas. Los primeros ganan tanto que abren el campo de los
fenómenos para las afirmaciones matemáticas, en cambio, confúndense mucho, por
esas mismas condiciones, cuando el entendimiento quiere salir de ese campo. Los
segundos ganan, es cierto, en lo que a esto último se refiere, puesto que las
representaciones de espacio y tiempo no les cierran el camino cuando quieren juzgar
de los objetos no como fenómenos, sino sólo en relación al entendimiento; mas,
en cambio, ni pueden señalar el fundamento de la posibilidad de conocimientos
matemáticos a priori (ya que les falta una intuición a priori verdadera y con
valor objetivo), ni poner las leyes de la experiencia en necesaria concordancia
con aquellas afirmaciones. En nuestra teoría de la verdadera constitución de
esas dos formas originarias de la sensibilidad, quedan remediadas ambas
dificultades.
En fin, se
comprende también claramente que la estética transcendental no pueda contener
más que esos dos elementos, a saber: espacio y tiempo. Todos los demás
conceptos, en efecto, que pertenecen a la sensibilidad, incluso el del
movimiento, que reúne ambas partes, presuponen algo empírico. El movimiento
presupone percepción de algo que se mueve. Mas en el espacio, considerado en
sí, nada es móvil; lo móvil tiene que ser algo que no se encuentra en el
espacio más que por experiencia; por lo tanto, un dato empírico. De igual modo
no puede la estética transcendental contar el concepto de la variación entre
sus datos a priori; pues el tiempo mismo no muda, sino algo que está en el
tiempo. Así, pues, se exige, además, la percepción de alguna existencia y de la
sucesión de sus determinaciones, por ende, la experiencia.
- § 8 -
Observaciones
generales a la Estética transcendental 1. Primeramente será necesario explicar
lo más claramente posible cuál es nuestra opinión respecto de la constitución
fundamental del conocimiento sensible en general, para prevenir toda mala
interpretación acerca de ella.
Hemos querido
decir, pues, que toda nuestra intuición no es nada más que la representación
del fenómeno; que las cosas que intuimos no son en sí mismas lo que intuimos en
ellas, ni tampoco están constituidas sus relaciones en sí mismas como nos
aparecen a nosotros; y que si suprimiéramos nuestro sujeto o aún sólo la
constitución subjetiva de los sentidos en general, desaparecerían toda
constitución, todas relaciones de los objetos en el espacio y el tiempo, y aún
el espacio y el tiempo mismos que, como fenómenos, no pueden existir en sí
mismos, sino sólo en nosotros. ¿Qué son los objetos en sí y separados de toda
esa receptividad de nuestra sensibilidad? Esto permanece para nosotros
enteramente desconocido. No conocemos más que nuestro modo de percibirlos, que
nos es peculiar, y que no debe corresponder necesariamente a todo ser, si bien
sí a todo hombre. Mas de éste tan sólo hemos de ocuparnos. El espacio y el
tiempo son las formas puras de ese modo de percibir; la sensación, en general,
es la materia. Aquellas podemos sólo conocerlas a priori, es decir, antes de
toda percepción real y por eso se llaman intuiciones puras; la sensación,
empero, es, en nuestro conocimiento, lo que hace que éste sea llamado
conocimiento a posteriori, es decir, intuición empírica.
Aquellas formas
penden de nuestra sensibilidad con absoluta necesidad, sean del modo que
quieran nuestras sensaciones; éstas pueden ser muy diferentes. Aunque
pudiéramos elevar esa nuestra intuición al grado sumo de claridad, no por eso
nos acercaríamos más a la constitución de los objetos en sí mismos. Pues, en
todo caso, no haríamos más que conocer completamente nuestro modo de intuición,
es decir, nuestra sensibilidad, y aun ésta siempre bajo las condiciones de
espacio y tiempo, originariamente referidas al sujeto. Pero jamás podremos
conocer lo que son los objetos en sí, por luminoso que sea nuestro conocimiento
del fenómeno, que es lo único que nos es dado.
Por lo tanto, decir
que nuestra sensibilidad toda no es más que la representación confusa de las
cosas, representación que encierra solamente lo que les conviene a las cosas en
sí mismas, aunque en tal amontonamiento de caracteres y representaciones
parciales, que no podemos analizarlo con clara consciencia, es falsear el
concepto de sensibilidad y de fenómeno, haciendo inútil y vacía toda la teoría
de éstos. La diferencia entre una representación clara y una confusa es una
diferencia meramente lógica y no toca al contenido. Sin duda el concepto de
derecho usado por el entendimiento común, contiene las mismas cosas que una
especulación sutil extrae y desarrolla, sin que en el uso común y práctico
tenga nadie consciencia de esas múltiples representaciones contenidas en ese
pensamiento. Mas no por eso puede decirse que el concepto común sea sensible y
encierre un mero fenómeno, pues el derecho no puede en modo alguno aparecer
como fenómeno, sino que su concepto yace en el entendimiento y representa una
constitución (la moral) de las acciones, que les corresponde en sí mismas. En
cambio la representación de un cuerpo no encierra en la intuición nada que
pueda convenir a un objeto en sí, sino contiene el fenómeno de algo y el modo
como nosotros somos afectados por ese algo; y esa receptividad de nuestra
capacidad de conocimiento se llama sensibilidad y sigue siendo totalmente
diferente del conocimiento del objeto en sí mismo, aunque se penetre en el
fenómeno hasta el mismo fondo.
La filosofía
Leibnizo-Wolfiana ha colocado pues todas las investigaciones acerca de la
naturaleza y el origen de nuestros conocimientos, bajo un punto de vista
enteramente erróneo, considerando la diferencia entre la sensibilidad y lo
intelectual como meramente lógica, cuando manifiestamente es transcendental y
toca no sólo a la forma de claridad o confusión, sino al origen y al contenido
de los conocimientos; por modo tal que en la primera no es sólo que conocemos
confusamente la constitución de las cosas en sí mismas, sino que no la
conocemos de ninguna manera y, tan pronto como suprimimos nuestra constitución
subjetiva, no hallamos en parte alguna ni podemos hallar ya el objeto
representado, con las propiedades que lo confirió la intuición sensible, porque
precisamente esa constitución subjetiva determina la forma del objeto como
fenómeno.
Distinguimos por lo
demás en los fenómenos, lo que depende esencialmente de la intuición y vale
para todo sentido humano en general, de aquello otro que les corresponde sólo
casualmente, por no ser valedero para la relación de la sensibilidad en
general, y sí sólo para una particular posición u organización de este o aquel
sentido. Y entonces decimos del primer conocimiento, que representa el objeto
en sí mismo, del segundo que sólo su fenómeno. Mas esa diferencia es sólo
empírica. Si permanecemos en ella (como suele ocurrir) y no consideramos
aquella intuición empírica a su vez como mero fenómeno (como debiera ocurrir),
de tal modo que en ella no se encuentra nada que se refiera a una cosa en sí
misma, entonces está perdida nuestra distinción transcendental y entonces
creemos conocer las cosas en sí mismas, aunque por doquiera (en el mundo
sensible), y aún en la investigación más profunda de sus objetos, no tenemos
conocimiento más que de fenómenos. Así por ejemplo diremos que el arco iris es
un mero fenómeno cuando llueve y sale el sol y que la lluvia es la cosa en sí
misma; y esto es exacto, siempre que entendamos este último concepto en su
sentido físico, es decir como aquello que, en la experiencia universal y bajo
las distintas posiciones respecto a los sentidos, está sin embargo determinado
en la intuición así y no de otro modo. Pero si tomamos el elemento empírico en
general y sin preocuparnos de la coincidencia del mismo con todo sentido
humano, preguntamos si representa también un objeto en sí mismo (no las gotas
de lluvia, pues éstas, como fenómenos, son ya objetos empíricos), entonces la
cuestión de la referencia de la representación al objeto es transcendental, y
no sólo esas gotas son meros fenómenos, sino también su figura redonda y hasta
el espacio en que caen no son nada en sí mismos, sino meras modificaciones o
fundamentos de nuestra intuición sensible; el objeto transcendental empero
permanece desconocido para nosotros.
El segundo asunto
importante de nuestra estética transcendental es que no sólo como hipótesis
aparente conquista algún favor, sino que es tan cierta e indudable como puede
exigirse a una teoría que debe servir de organon. Para hacer plenamente
luminosa esa certeza, vamos a elegir un caso en el cual su validez puede
hacerse patente y servir para aclarar más lo dicho en el § 3.
Supongamos que el
espacio y el tiempo sean objetivos en sí mismos y condiciones de la posibilidad
de las cosas en sí mismas. Se ve entonces primero: que de ambos resultan
proposiciones a priori apodícticas y sintéticas en gran número, sobre todo del
espacio, que por eso vamos a investigar aquí preferentemente como ejemplo.
Como las
proposiciones de la geometría son conocidas sintéticamente a priori y con
certeza apodíctica, pregunto yo: ¿de dónde sacáis semejantes proposiciones? y
¿sobre qué se apoya nuestro entendimiento para llegar a semejantes verdades
absolutamente necesarias y universalmente valederas? No hay más camino que o
por medio de conceptos o por medio de intuiciones; pero ambos son dados a
priori o a posteriori. Estos últimos, a saber los conceptos empíricos, así como
aquello en que se fundan, la intuición empírica, no pueden dar proposición
sintética alguna, a no ser que sea solo empírica, es decir, proposición de
experiencia, que por tanto no puede encerrar nunca necesidad y absoluta
universalidad, cosa que es sin embargo lo característico de todas las
proposiciones de la geometría. Queda el primero y único modo, que sería
alcanzar semejantes conocimientos por medio de conceptos o intuiciones a
priori; pero es claro que por meros conceptos no se puede alcanzar conocimiento
alguno sintético, sino sólo analítico. Tomad la proposición siguiente: con dos
líneas rectas no se puede encerrar ningún espacio, por tanto ninguna figura es
posible. Tratad de deducirla del concepto de línea recta y de número dos. O
tomad esta otra: que con tres líneas rectas es posible una figura y tratad del
mismo modo de deducirla de esos conceptos. Vuestros esfuerzos serán vanos y os
veréis obligados a refugiaros en la intuición, como también hace siempre la
geometría. Os dais pues un objeto en la in tuición. ¿De qué especie es esta
intuición? ¿Es pura a priori o empírica? Si fuera esto último, nunca podría
salir de ella una proposición universalmente valedera y menos aún apodíctica,
pues la experiencia no puede proporcionar nunca semejantes proposiciones.
Tenéis pues que dar vuestro objeto a priori en la intuición y fundar en éste
vuestra proposición sintética. Ahora bien, si no hubiera en vosotros una facultad
de intuir a priori; si esa condición subjetiva no fuera, según la forma, al
mismo tiempo la condición universal a priori, bajo la cual tan sólo el objeto
de esa intuición (exterior) misma es posible; si el objeto (el triángulo) fuera
algo en sí mismo, sin relación a vuestro sujeto, ¿cómo podríais decir que lo
que yace necesariamente en vuestras condiciones subjetivas para construir un
triángulo, tiene que convenir también al triángulo en sí mismo? Pues a vuestros
conceptos (de tres líneas) no podríais añadir nada nuevo (la figura) que
hubiese necesariamente de hallarse en el objeto; porque éste es dado antes de
nuestro conocimiento y no por él. Así pues si el espacio (y también el tiempo)
no fuese una mera forma de vuestra intuición, que contiene las condiciones a
priori bajo las cuales solamente las cosas pueden ser para vosotros objetos
exteriores (que, sin esas condiciones subjetivas no son nada en sí) no podríais
decidir nada sintéticamente y a priori sobre objetos exteriores. Es pues,
indudablemente cierto y no sólo posible o verosímil, que el espacio y el
tiempo, como condiciones necesarias de toda experiencia (externa e interna) son
solo condiciones subjetivas de toda nuestra intuición, en relación con las
cuales, por tanto, todos los objetos son meros fenómenos y no cosas dadas por
sí en ese modo; de esos fenómenos pueden decirse por lo tanto a priori muchas
cosas, en lo que toca a la forma de los mismos; pero no se puede nunca decir lo
más mínimo de la cosa en sí misma, que está a la base de esos fenómenos.
II. Para confirmar
esta teoría de la idealidad del sentido externo como del interno y por tanto de
todos los objetos de los sentidos como meros fenómenos, puede servirnos muy
bien la siguiente observación: que lo que en nuestro conocimiento pertenece a
la intuición (exceptuando por lo tanto el sentimiento de placer y dolor y la
voluntad, que no son conocimientos) no encierra nada más que meras relaciones
de los lugares en una intuición (extensión), cambio de los lugares (movimiento)
y leyes según las cuales es determinado ese cambio (fuerzas motoras). Más ¿qué
es lo que está presente en el lugar? o ¿qué es lo eficiente en las cosas mismas
a parte del cambio de lugar? Nada de esto nos es dado en las citadas
relaciones. Por meras relaciones no es conocida una cosa en sí misma; así pues,
hay que juzgar que, puesto que mediante el sentido externo no nos son dadas más
que meras representaciones de relación, ese sentido no puede tampoco contener
más que la relación de un objeto con el sujeto en su representación y no lo
interno que convenga al objeto en sí. Lo mismo ocurre con la intuición interna.
No sólo constituyen en ella las representaciones de los sentidos externos, la
materia propia conque ocupamos nuestro espíritu, sino que el tiempo en el cual
ponemos esas representaciones, y que precede a la conciencia de las mismas en
la experiencia, estando en su base como condición formal del modo como las
colocamos en el espíritu, encierra ya las relaciones de sucesión, de
simultaneidad y de aquello que es simultáneo con la sucesión (lo permanente).
Ahora bien, lo que, como representación, puede preceder a toda acción de pensar
algo, es la intuición y, si no encierra nada más que relaciones, es la forma de
la intuición; la cual, no representando nada sino por cuanto algo es puesto en
el espíritu, no puede ser otra cosa que el modo como el espíritu es afectado
por la propia actividad, a saber, por ese poner sus representaciones y, por lo
tanto, por sí mismo; es decir, que es un sentido interior según su forma. Todo
lo que es representado por un sentido es siempre fenómeno y o no se admite el
sentido interno, o el sujeto, que constituye el objeto de dicho sentido, no
puede ser representado por él, más que como fenómeno y no al modo como juzgaría
el sujeto de sí mismo si su intuición fuese mera actividad propia, es decir,
intelectual Aquí toda la dificultad estriba tan sólo en cómo un sujeto pueda
intuirse a sí mismo interiormente; mas esta dificultad es común a toda teoría.
La conciencia de sí mismo (apercepción) es la simple representación del yo y si
mediante ella sola todo lo múltiple en el sujeto fuese dado por propia
actividad, entonces la intuición interna sería intelectual. En el hombre, esa
conciencia exige una percepción interna de lo múltiple que es dado anteriormente
en el sujeto; y el modo como ese múltiple es dado en el espíritu sin
espontaneidad tiene que llamarse - teniendo en cuenta esa distinción -
sensibilidad.
Si la facultad de
ser consciente ha de aprehender lo que está en el espíritu, tiene entonces que
afectarle y sólo de ese modo puede producir una intuición de sí misma, cuya
forma empero, anteriormente en el espíritu, determina en la representación del
tiempo el modo cómo lo múltiple está reunido en el espíritu; y entonces, éste
se construye a sí mismo, no como él representaría, siendo inmediatamente activo
por sí mismo, sino según el modo cómo es afectado por dentro; consiguientemente
no como es, sino como se aparece a sí mismo.
III. Al decir que
en el espacio y en el tiempo la intuición de los objetos exteriores y también
la propia intuición del espíritu representan ambas cosas tal como afectan a
nuestros sentidos, es decir, tal como aparecen, no quiere esto decir que esos
objetos sean una mera apariencia. Pues en el fenómeno son siempre considerados
los objetos, y aun las cualidades que les atribuimos, como algo realmente dado;
sólo que en cuanto esa cualidad depende del modo de intuición del sujeto, en la
relación del objeto dado con él, diferénciase dicho objeto, como fenómeno, de
sí mismo como objeto en sí. Así, no digo: los cuerpos parecen solamente estar
fuera de mí, o: mi alma parece solamente estar dada en mi conciencia propia,
cuando afirmo que la cualidad del espacio y del tiempo (según la cual, como
condición de la existencia de cuerpos y alma, pongo estas cosas) está en mi
modo de intuir y no en esos objetos en sí. Sería culpa mía si hiciese una mera
apariencia de lo que debería considerar como fenómeno. Mas esto no ocurre según
nuestro principio de la idealidad de todas nuestras intuiciones sensibles; más
bien, cuando se atribuye a aquellas formas de representación una realidad
objetiva, entonces es cuando no se puede evitar que todo se convierta por ello
en mera apariencia. Pues si consideramos el espacio y el tiempo como cualidades
que, según su posibilidad, tienen que hallarse en las cosas en sí, y
reflexionamos en los absurdos en que nos vemos entonces complicados - puesto
que dos cosas infinitas, que no son substancias ni algo realmente inherente a
las substancias, y que, sin embargo, existen y hasta han de ser la condición
necesaria de la existencia de todas las cosas, seguirían siendo, aunque se
suprimiesen todas las cosas existentes - entonces - no podemos censurar al
bueno de Berkeley por haber rebajado los cuerpos a meras apariencias; es más,
nuestra propia existencia (que, de ese modo, resultaría depender de la realidad
de un imposible como el tiempo), debería tornarse en mera apariencia, absurdo
que nadie hasta ahora ha querido cargarse en cuenta.
IV. En la teología
natural, en donde se piensa un objeto que no sólo no puede ser para nosotros
objeto de intuición, sino que no puede ser para sí mismo, en modo alguno,
objeto de intuición sensible, se ha tenido sumo cuidado de excluir de toda su
intuición las condiciones del tiempo y del espacio (pues todo su conocimiento
ha de ser siempre intuitivo y no pensamiento, pues siempre el pensamiento
demuestra limitaciones). Mas ¿con qué derecho puede hacerse esto si el espacio
y el tiempo han sido considerados antes como formas de las cosas en sí mismas y
aun como tales formas, que como condiciones de la existencia de las cosas a
priori, subsisten, aunque se hayan suprimido las cosas mismas? En efecto, como
condiciones de su existencia en general, deberían serlo también de la
existencia de Dios. Si no se quiere hacer de ellas formas objetivas de todas
las cosas, no queda más sino hacerlas formas subjetivas de nuestro modo de
intuir tanto interno, como externo; el cual se llama sensible porque no es
originario, es decir, porque no es tal, que por medio de él la existencia misma
del objeto de la intuición sea dada (éste no puede convenir, según lo que
conocemos, más que el ser primero), sino que depende de la existencia del
objeto y por lo tanto no es posible más que en cuanto la facultad de representación
del sujeto es afectada por el objeto.
Tampoco es
necesario que limitemos el modo de intuir en el espacio y el tiempo, a la
sensibilidad del hombre; puede ser que todo ser finito pensante tenga
necesariamente que coincidir en esto con el hombre (aunque no lo podemos
decidir). Mas no por esa validez universal deja de ser sensibilidad, porque es
intuición derivada (intuitus derivatus) y no originaria (intuitus originarius)
y por tanto no intelectual; ésta, por el fundamento que acabamos de exponer,
parece convenir sólo al ser primero, nunca empero a un ser dependiente según su
existencia y según su intuición (determinada por su existencia en relación con
objetos dados). Esta última observación, sin embargo, debe considerarse sólo
como aclaración a nuestra teoría estética, no como fundamento de prueba.
Conclusión de la
Estética transcendental Aquí tenemos ya una de las partes necesarias para la
solución del problema general de la filosofía transcendental: ¿cómo son
posibles proposiciones sintéticas a priori? Constituyen esta parte las
intuiciones puras a priori, espacio y tiempo, en las cuales, cuando haciendo un
juicio a priori queremos salir del concepto dado, encontramos aquello que no
puedes ser descubierto a priori en el concepto, pero sí en la intuición que le
corresponde y puede ser sintéticamente enlazado con el primero; estos juicios
por dicha razón no pueden extenderse, sin embargo, más que a objetos de los
sentidos y valen sólo para objetos de la experiencia posible.
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