martes, 17 de abril de 2012

DESCARTES: DISCURSO DEL METODO




No sé si debo hablaros de mis meditaciones; son tan metafísicas y tan poco vulgares que, es seguro no serán del gusto de todos. Y, sin embargo, tal vez esté obligado a ocuparme de ellas para que podáis apreciar la consistencia de mis razonamientos.
Observé que, en lo relativo a las costumbres, se siguen frecuentemente opiniones inciertas con la misma seguridad que si fueran evidentísimas; y esto fue precisamente lo que me propuse evitar en mis investigaciones de la verdad. Quería rechazar lo que me ofreciera la más pequeña duda para ver después si había encontrado algo indudable.
Como a veces los sentidos nos engañan supuse que ninguna cosa existía del mismo modo que nuestros sentidos nos la hacen imaginar. Como los hombres se suelen equivocar hasta en las sencillas cuestiones de geometría, consideré que yo también estaba sujeto a error y rechacé por falsas todas las verdades cuyas demostraciones me enseñaron mis profesores. Y, finalmente, como los pensamientos que tenemos cuando estamos despiertos, podemos también tenerlos cuando soñamos, resolví creer que las verdades aprendidas en los libros y por la experiencia no eran más seguras que las ilusiones de mis sueños.
Pero en seguida noté que si yo pensaba que todo era falso, yo, pensaba, debía ser alguna cosa, debía tener alguna realidad; y viendo que esta verdad: pienso, luego existo era tan firme y tan segura que nadie podría quebrantar su evidencia, la recibí sin escrúpulo alguno como el primer principio de la filosofía que buscaba.
Examiné atentamente lo que era yo, y viendo que podía imaginar que carecía de cuerpo y que no existía nada en que mi ser estuviera, pero que no podía concebir mi no existencia, porque mi mismo pensamiento de dudar de todo constituía la prueba más evidente de que yo existía —comprendí que yo era una substancia, cuya naturaleza o esencia era a su vez el pensamiento, substancia que no necesita ningún lugar para ser ni depende de ninguna cosa material; de suerte que este yo— o lo que es lo mismo, el alma —por el cual soy lo que soy,, es enteramente distinto del cuerpo y más fácil de conocer que él.
Después de esto reflexioné en las condiciones que deben requerirse en una proposición para afirmarla como verdadera y cierta; acababa de encontrar una así y quería saber en qué consistía su certeza. Y viendo que en el yo pienso, luego existo, nada hay que dé la seguridad de que digo la verdad, pero en cambio comprendo con toda claridad que para pensar es preciso existir juzgué que podía adoptar como regla general que las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas, la única dificultad estriba en determinar bien qué cosas son las que concebimos clara y distintamente.
Meditando sobre las dudas que asaltaban mi espíritu, deduje la conclusión de que mi ser no era perfecto, puesto que el conocer supone mayor perfección que el dudar. Quise saber dónde había aprendido a pensar en algo más perfecto que yo y conocí con toda evidencia que esta era ,1a obra de una naturaleza o esencia más perfecta que la mía.
En lo relativo al conocimiento de ciertas cosas, como el cielo, la tierra, la luz, el calor y mil más, ninguna dificultad me salía al paso, porque no observando en ese conocimiento nada que le hiciera superior a mí, podía creer, si era verdadero, que dependía de mi naturaleza, en cuanto ésta encerraba alguna perfección; y si no era verdadero, que procedía de la nada, que ninguna base tenía, que estaba en mi espíritu por lo que en mi ser había de imperfecto.
Pero no podía suceder lo mismo con la idea de un ser más perfecto que el mío; el que esta idea procediese de la nada, de la imperfección de mi naturaleza, era imposible. Lo más perfecto no puede ser una consecuencia, una dependencia de lo menos perfecto y no hay cosa que proceda de la nada.
La única solución posible era que aquella idea hubiera sido puesta en mi pensamiento por una esencia más perfecta que yo y que encerrara en sí todas las perfecciones de que yo tenía conocimiento.
Si sabía de algunas perfecciones que no poseía, ya no era yo el único ser que existiera (permitidme que use con la libertad los términos de la filosofía aprendidos en las escuelas) sino que era preciso suponer otro más perfecto del cual yo dependía y del cual procedía lo que yo hallaba en mí; porque si hubiera existido solo, independiente de cualquier otro ser, teniendo en mí todo lo que participaba del Ser perfecto, hubiera tenido también, por la misma razón, todo lo demás que yo sabía me faltaba y hubiera sido infinito, eterno, inmutable, omnipotente. — Todas las perfecciones que observaba en Dios.
Siguiendo el razonamiento que acabo de hacer, para conocer, en lo posible, la naturaleza de Dios no tenía más que considerar, en lo relativo a las cosas, si eran o no una perfección. Estaba seguro de que las que argüían una imperfección no se daban en El; la duda, la inconstancia, la tristeza y todas las otras cosas, propias del ser imperfecto, no se encontraban en El.
Yo tenía ideas de muchas cosas sensibles y corporales; y aún admitiendo que soñara o que era falso lo que veía o imaginaba, no cabía negar que las ideas de esas cosas estaban en mi pensamiento.
Había comprendido muy claramente que la esencia o naturaleza inteligente es distinta de la corporal, que toda composición atestigua dependencia y, por consiguiente, que la composición es un defecto. Juzgué que en Dios no podía ser una perfección el estar compuesto de dos naturalezas, la inteligente y la corporal y, por lo tanto, que no era un ser compuesto porque nada hay en El de imperfecto. Si en el mundo existían cuerpos o naturalezas espirituales que no fuesen perfectas, dependerían del poder de Dios, de tal modo que no subsistirían sin El un solo momento.
Quise, por un instante, indagar otras verdades; y, habiéndome propuesto para ello el objeto de los geómetras, que yo concebía como un cuerpo continuo o un espacio infinitamente extenso en longitud, anchura y altura o profundidad, divisible en diferentes partes que podían afectar  diversas figuras y tamaños y que podían ser cambiadas de lugar y posición —los geómetras suponen todo esto en su objeto— recorrí algunas de sus demostraciones más sencillas y no olvidé que esa certeza que todo el mundo les atribuye no se funda más que en el hecho de concebirlas con absoluta evidencia —y esta es la regla de que antes he hablado; nada había en ellas que me asegurase la existencia de su objeto: por ejemplo, yo veía claramente que suponiendo un triángulo, era preciso que sus tres ángulos fuesen iguales a dos rectas, pero no por esto veía algo que me diera la seguridad de que en el mundo existía un triángulo.
Volvamos al examen de la idea que yo tenía de un Ser perfecto. Del mismo modo que en esta idea está comprendida la existencia del Ser perfecto, lo estaba en la concepción del triángulo la equivalencia de sus tres ángulos a dos rectos o en la de la esfera la Igualdad de las distancias de todas sus partes al centro. Tan cierta es la existencia del Ser perfecto como una demostración geométrica y aún es más evidente la primera que la segunda.
La causa de que muchos crean que hay dificultades para conocer a Dios está en que no saben elevar su pensamiento más allá de las cosas sensibles, y como están acostumbrados a no conocer más que lo que pueden Imaginarse les parece que lo que no es imaginable no es inteligible. Enseñan los filósofos una máxima que es de perniciosas consecuencias. Nada hay en el entendimiento que no haya impresionado antes a los sentidos. Las Ideas de Dios y del alma nunca han pasado por los sentidos; y los que quieren usar la Imaginación para comprenderlas obtendrán los mismos resultados que si se sirven de los ojos para oír o para oler. Por otra parte, ni el sentido de la vista ni el del oído, ni el del olfato nos aseguran por sí solos de sus respectivos objetos; ni la imaginación ni los sentidos nos asegurarían de nada si no interviniera el entendimiento.
Si hay hombres que no están suficientemente persuadidos de la existencia de Dios y del alma, quiero que sepan que las cosas que ellos tienen por más seguras y evidentes, que hay astros y una tierra y tales o cuales objetos, son menos ciertas que la existencia de Dios y del alma. Cuando se tiene una seguridad moral completa, parece una extravagancia y una sinrazón la duda contra aquella metafísica certidumbre, más evidente aún, que lo que se funda en la base movediza de simples impresiones de la sensibilidad. ¿Por qué los pensamientos que nos asaltan durante el sueño son más falsos que los otros a pesar de ser tan vivos y tan lógicos como ellos? Los más grandes sabios del mundo, por mucho que estudien, no creo que den una razón suficiente para disipar esta duda a no ser que presupongan la existencia de Dios.
En primer, término, la regla general que afirma la verdad de las cosas que concebimos muy clara y distintamente, se funda en que Dios existe, en que es un Ser perfecto, y que todo lo que hay en nosotros procede de Él; de donde se sigue que nuestras ideas y nociones, puesto que se refieren a cosas tales y proceden de Dios en lo que tienen de claras y distintos, no pueden menos de ser verdaderas. Si, con frecuencia, nuestras ideas y nociones son falsas, la causa de su falsedad hay que buscarla en la confusión y obscuridad de que adolecen  porque no somos absolutamente perfectos.
Si no supiéramos que lo que existe en nosotros de real y verdadero, se deriva de un ser perfecto e infinito, por claras y distintas que fuesen nuestras ideas, ninguna razón tendríamos que nos asegurara de que esas ideas poseen la perfección de ser verdaderas.
Después de asegurarnos de la verdad de la regla que he establecido, seguridad que debemos al conocimiento de Dios y del alma, importa afirmar, que las ilusiones de los sueños no deben hacernos dudar de la verdad de las ideas que tenemos cuando estamos despiertos. Puede ocurrir que soñando nos venga a la mente una idea muy clara, por ejemplo: un geómetra qué encuentra una nueva demostración. En este caso, el sueño del geómetra no impedirá que su idea sea verdadera. El error más ordinario en los sueños consiste en la representación de diversos objetos, del mismo modo que hacen los sentidos exteriores; nada importa que esto nos dé ocasión de desconfiar de las ideas habidas durante- el sueño, porque también podemos equivocarnos estando despiertos; los enfermos de icterisia lo ven todo amarillo, y los astros y otros cuerpos muy lejanos nos parecen mucho menores de lo que son.
Lo mismo despiertos que dormidos nunca debemos persuadirnos más que por la evidencia de nuestra razón. Observad que digo evidencia de nuestra razón y no de nuestra imaginación ni de nuestros sentidos. Aunque vemos el sol muy claramente, no por eso afirmamos que sea del tamaño de lo que Tiernos; podemos imaginar distintamente una cabeza de león en un cuerpo de cabra, y no por esto hemos de pensar que haya quimeras en el mundo.
La razón, ya que no nos dicte la verdad o la falsedad de lo que así percibimos, nos dice, al menos, que todas nuestras ideas o nociones deben tener algún fundamento de verdad; porque no es posible que Dios, que es la perfección y la suma verdad, las hubiera puesto en nosotros siendo falsas.
Nuestros razonamientos no son tan evidentes ni tan seguros durante el sueño como cuando estamos despiertos, a pesar de que frecuentemente la imaginación se exalta en el sueño mucho más que en la normalidad de la vida perfectamente consciente. Esto nos dice la razón; y también nos dicta que nuestros pensamientos no pueden ser siempre verdaderos porque no somos perfectos, y que lo que tienen de verdad, debe buscarse, antes que en el sueño, en la realidad de la vida.

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